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Channel: Asociación Cultural Las Alcublas A.C.L.A.
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SANTA BÁRBERA

Alicia Garrigó i Giralt


Alcublas, siglo XV.
Las ratas paseaban en torno a la iglesia, merodeando en busca de migajas de paladares más exigentes, mientras eran perseguidas por los más hambrientos.
El color blanco había desaparecido y en el hospital la peste se cobraba vidas sin descanso, esa enfermedad causaba un terror extraordinario tras dos años de cosechas perdidas y de pobreza absoluta.
La mujer trabajaba en la casa del terrateniente, donde aún se hacían todas las comidas. La poca agua se reutilizaba y se hervía para el consumo humano, pero los animales lo pasaban mal con tanta sed y falta de alimentos.
La infección no se controlaba y sólo quedaba descanso en los rezos y cánticos a Dios, al Patrón o a  la Virgen.
Aquel coro formado por las mujeres más beatas iluminaba la iglesia con una sensación de alivio a los parroquianos, quizás era la música más medicinal posible y el lugar de reunión más eficaz, cada uno con su catre dejando que corra el aire.
Las familias se unían en una fortaleza interna y a la vez se separaban de sus vecinos con una mentalidad miedosa y fatalista llena de malos presagios, temores y deseos de que la tragedia le ocurriera a otro.
El invierno pasó factura y las campanas anunciaban las bajas.
La mujer no quería perderse en aquel naufragio anímico, así que haciendo gala de una iniciativa inusual, cada poco se acercaba a la fuente de la Salud y pasaba horas esperando que algo de agua fluyera por aquel paso y así poco a poco fue superando aquella sequía sucia y maloliente.
En el camino, un día diferente el sol calentaba radiante aquel pueblo, enviando sus rayos como estiletes sobre las paredes jalbegadas, dando un brillo a la población y una luz cegadora, algo se estaba moviendo con cautela pero rápidamente.
Las amapolas bordeaban los caminos sobre hierbas verde esperanza, cautivando las miradas de los más pequeños como regalos venidos de Dios a pintar aquel panorama de rayos de luz y color.
Se hizo un silencio sospechosamente extraño y un rayo seco y quebrado amplificado por un relámpago asustó todos.
Después, suavemente, un tintineo de gotas de agua fue empapando el camino, el monte, las eras, las casas…
La lluvia mojaba las caritas de los niños y los curiosos, empapándolos de alegría de nuevas ilusiones, el ganado se refrescaba y en poco tiempo todos los pozales y cazuelas disponibles captaron toda el agua posible.
La mujer estaba feliz, la situación parecía cambiar, las campanas no sonaban últimamente, los cánticos de las beatas habían llegado a Dios y seguramente las hortalizas y las frutas volverían a crecer, los animales volverían a criar y la Virgen de la Salud protegería a aquellos alcublanos que, con tanto tesón y dolor, habían resistido el peor de los momentos en sus hogares, con poco más que mucha fe.
 Y la mujer cantaba en silencio:
Santa Bárbera bendita
que en el cielo
estás escrita…
Y luego… sonreía.

*    *    *    *

DÍAS DE ESCUELA

Santiago Cabanes Navarrete


          
         Relata los hechos con letra insegura, trazo irregular, en una libreta antigua de tapas de cartón, como las que utilizó cuando de chico empezó a ir a párvulos. De esas que, como él mismo dice, ya no quedan en las tiendas. Me dice que lo escrito es sólo una pequeña parte de lo que podría contar y que son tantas las historias que recuerda, que probablemente no le quede tiempo para concluirlas.
            En este punto yo asiento con la cabeza, al tiempo que le digo que no tiene que flaquear en el empeño de seguir escribiendo tal como ha hecho hasta ahora. Pero me temo que esto es sólo fruto de mi deseo. No sin dolor compruebo que en ocasiones entra en bucle, repitiendo lo que él cree una nueva anécdota. Economiza los renglones, juntándolos y apretando las letras, hasta que no quedan ni dos milímetros sin trazos. Cuando comprueba que ni su vista ni su pulso le permiten utilizarlos todos, se lamenta del derroche de dejar espacio vacío. Estoy convencido de que el hecho de economizar viene determinado por una impronta adquirida a lo largo de toda una vida de ahorro y privación. También nos dice que su vida ha sido algo dramática, por lo que trata de olvidar todo lo que pueda los sinsabores pasados haciendo que sus penas se vuelvan alegrías. En ello destila aceptación y ganas de vivir lo que le quede, sin rencor de ninguna clase y disfrutando del bienestar que al final de su modesta vida ha alcanzado en compañía de su mujer.
            - Nací -confiesa en su escrito-, el 11 de junio de 1928. Al cumplir los cuatro años tenía que ir a la escuela de párvulos -como también llamaban a los cagones-, que estaba en la calle Larga. Los primeros días me tenían que llevar forzado, pero al poco tiempo yo era feliz en la escuela. La maestra, que años más tarde se casó con Don Venancio el boticario, nos enseñaba juegos como esconderse por las habitaciones o detrás de los muebles, nos pillábamos enseguida y vuelta a empezar; o al corro chirimbolo, que era uno de mis preferidos. Había otros, pero que en este momento no los recuerdo. También nos contaba muchas historias y cuentos.
            Recuerdo que era muy alta, o a mí me lo parecía. Vestía una bata negra y tan larga que le tapaba los tobillos. Causaba mucho respeto, pero era buena y comprensiva. Cuando hacíamos nuestras necesidades por el suelo, en cualquier sitio y sin avisar, nos reprendía con cariño. Pero si no poníamos interés en avisarla antes de plantar la mona o el pipi, nos encerraba en un cuarto oscuro como escarmiento; mas no tardaba ni dos minutos en preguntar: "¿Lo volverás a hacer?", y agachábamos la cabeza diciendo que no, con lo cual éramos puestos en libertad de inmediato. Con todo, alguno hubo que tardó mucho tiempo en corregirse.
            Se preguntarán cómo es que no nos lo hacíamos encima: la solución es muy simple, nos practicaban en el pantalón un corte delante para sacar la pilila, y otro detrás un poco más grande. Mi madre, en este asunto, me tenía muy advertido; no obstante, a veces le preguntaba a la maestra: "¿Mi chico le hace hablar?". "Buen chico, buen chico", le contestaba. Y yo me pregunto cómo iba a ser malo con la amenaza que pendía de la percha que había frente a la escalera al entrar en casa. Nada menos que la correa, que al menor indicio de insubordinación o mal comportamiento hacían andar con generosidad por nuestros traseros. Sólo con la mención de: "Si la cojo, o no", obraba maravillas en nuestra actitud y nos mostrábamos disciplinados en presencia de algún ascendente con poder sobre nosotros.
            Al cumplir los seis años llegó la hora de cambiar a la escuela. Don Juan tenía fama de recto, severo y pegón. Yo no quería ir solo, pues los cambios me ponían siempre nervioso, así que me acompañó mi hermana para darme ánimos. Cuando llegamos a la puerta, al abrir el picaporte, sentí un ruido sincronizado que me paralizó y es que se pusieron todos los alumnos en pie y firmes. Al ver esto, y teniendo presente lo que me habían contado, me negué a entrar poniendo los pies en el portal y las manos en el marco, haciendo palanca hacia fuera, contrarrestando la fuerza que hacía mi hermana para meterme dentro. El maestro, que estaba sentado al fondo tras una mesa grande, al ver la situación se hizo cargo de inmediato. Ordenó a todos los demás que se sentaran, salió hacia la puerta y me puso la mano en la cabeza diciendo que no tuviera miedo, que de ahora en adelante estos serían mis nuevos compañeros.
            En este punto dejé de forcejear, y entramos. De inmediato preguntó el nombre a mi hermana. Ella contestó, y concluyó con el consabido: "para servirle a Dios y a usted". Acto seguido, la acompañó hasta la puerta y la sacó de clase. Creo que se iría temblando. A mí me llevó a mi banco. Encontré a muchos de mis compañeros de párvulos, que se pusieron muy contentos al verme. Esto me tranquilizó bastante. La actitud del maestro me llevó a pensar que no sería tan duro como decían en casa.
            El resto del tiempo pasó como un soplo, cuando quise darme cuenta empezó a sonar  una campanilla y ya era la hora del recreo. Los mayores jugaban a la una la mula y los más pequeños miraban cómo saltaban. Y así transcurrió mi primer día de escuela.
            Al día siguiente, yo estaba preparado en la puerta de casa. Cuando se acercaba Don Juan, le decía a mi madre: "Que viene, que viene". Le daba los buenos días, y le seguía hasta la escuela. Cuando se abría la puerta, todos entrábamos en fila y nos sentábamos en silencio, delante los mayores, en los últimos bancos los pequeños. En poco tiempo nos dieron el catón y unas pizarras con dibujos y letras que teníamos que copiar, hasta que pasados unos días nos pedían que lo hiciéramos en una pizarra grande colgada de la pared, a la derecha de la mesa del maestro.
            Ahora, en la vejez, cuando nos reunimos bajo la sombra de la carrasca cobijándonos del sol de junio, comentamos los hechos con las lagunas y añadidos que la edad nos da licencia para cometer. En esencia son tal cual los contamos, ya que de esa forma y no de otra los estamos viviendo en nuestra memoria. Los pocos que quedamos de aquella época coincidimos en que Don Juan era recto, pero buen maestro. De todos modos, cada cual cuenta la historia con su criterio particular, resaltando alguna  anécdota diferente. La mía es esta:
            Un día estaba leyendo en el libro una lección muy interesante, cuando de pronto cayó sobre mí una telaraña que envolvía un buzgaño, que es como se conoce en mi pueblo a las pequeñas salamandras que trepan por las paredes. Tiré el libro por lo alto y se formó un tremendo escándalo en la clase. Me quedé paralizado, los de mi lado salieron corriendo por toda la escuela, bien para escapar del bicho, bien  para atraparlo, cosa que por cierto lograron con facilidad, pues los chiquillos de aquella época éramos diestros en agarrar cualquier cosa que se moviera. Con el alboroto acudió el maestro. Él sabía que yo era nervioso, como comprobó el primer día que llegué a clase, y al verme sobrecogido, actuó como la primera vez. Me acarició para tranquilizarme, mandó silencio y concluyó el jaleo desalojando al bicho por la ventana de forma expeditiva, pero sin ocasionarle ningún daño. Así era Don Juan.
            Si me consienten la digresión, en aquellos tiempos las casas estaban llenas de animales. Unos deseados y mantenidos, otros como los ratones que nos invadían robándonos los alimentos que tanto trabajo nos había costado recolectar. Era un círculo perfecto en el que unos nos alimentábamos de los otros y convivíamos bajo el mismo techo. No les quepa la menor duda que poníamos todo el empeño del mundo en reducir o anular las chinches, liendres o garrapatas; pero que era materialmente imposible, tampoco deben dudarlo. Al final los tolerábamos por agotamiento. Los corrales, los tejados, los muros, las cambras, estaban construidos con materiales blandos como el yeso, con tierra para unir piedras, madera y cañas sobre las que se colocaban las tejas..., y daban mucho juego para que anidara todo tipo de animal, que se movían por la noches a voluntad. La noche era de ellos, se convertían en amos y señores de todas las dependencias. La rata salía a comer al granero, el gato cazaba, la araña tejía su trampa, nosotros resguardábamos las gallinas y el ganado, y dormíamos alimentando alguna que otra pulga.
            No conocí a mis abuelos, y a mi padre por poco. Los hombres solían fallecer antes que las mujeres. En aquel entonces me parecían muy viejos, aunque hoy, cuando repaso las fechas de las lápidas del cementerio, constato que no lo eran tanto. Si se mostraban gastados y envejecidos no era por los años, sino por el trabajo sin descanso y las penalidades. Envejecimiento prematuro que no distinguía entre hombres y mujeres.
            Ellas, siempre vestidas de negro por motivo de los lutos sucesivos, con la cabeza tapada por pañuelos que se ataban bajo la barbilla, soportando calores insufribles en la siega y la trilla veraniegas; o lavando la ropa en las balsas en invierno, con las inclemencias del tiempo azotándolas sin contemplación. Apenas si disfrutaban de una breve mocedad, pasando de la niñez al matrimonio y los hijos sin haberse dado ni cuenta. A unos y otras sólo les cabía el consuelo de pensar que, al morir, disfrutarían de una vida eterna, llena de alegría y satisfacción a la derecha del padre.
            Esto era repetido hasta la saciedad por los curas, encargados de que su rebaño cumpliese sin salirse del redil, sermón tras sermón. La Iglesia lo regulaba y supervisaba todo, si alguien se atrevía a hacer algo que no autorizaban, se arriesgaba a recibir no solo el castigo divino tras la muerte, sino también el arresto en vida, la amonestación y condena. No sólo el fuego eterno, sino también las penas civiles con toda su severidad, convirtiendo la vida, que ya de por sí era un purgatorio, en otro infierno que poco tenia que envidiar al que ellos prometían. Nos exhortaban a cumplir como buenos cristianos, y esto no era otra cosa que seguir sus recomendaciones ciegamente y sin preguntar nada. 
            Ahora, mirando las pocas fotos que hemos podido recopilar de aquellos años, me doy cuenta de la ignorancia en la que estábamos sumidos, de la resignación por aceptar aquellas condiciones de vida  tan adversas sin expresar la más mínima queja, al menos, que yo recuerde. Claro está, que esto es el recuerdo de un niño que vivía sin saber qué circunstancias habían llevado a sus mayores a tener la boca tan cerrada, a no protestar ante tanta injusticia. 
            Uno de los días más importantes en la vida de una familia alcublana era la matanza del cerdo. Había concluido todo un año de esfuerzo en engordarlo y su sacrificio aseguraba una  parte importante de los suministros para los próximos meses. En esa ocasión todos lo pasábamos estupendamente -menos el cerdo, claro está-. La familia crecía de forma inusitada alrededor de la mesa de sacrificio, empleando todo el día en embutir, salar y adecuar para su conservación las partes de la víctima. La comida fresca y generosa, regada con abundante vino, la perspectiva de que para el futuro quedaba la despensa llena, nos inundaba de alegría y no faltaban comentarios, chismes y cotilleos. Contentos y saciados, nos volvíamos más simpáticos y generosos, y el gozo se extendía a los perros y gatos de la casa a los que no se les regateaba despojo alguno. Esta es la cruel realidad de un mundo imperfecto, que ahora hemos disimulado tras sofisticados escaparates llenos de productos cárnicos higiénicamente empaquetados, y que entonces era una experiencia directa e inmediata, mostrando con toda su crudeza la muerte necesaria de unos para dar vida a otros.
            El refrán dice que el saber no ocupa lugar, pero a mi juicio le tenían que haber añadido que requiere tiempo y esfuerzo. Yo me planteo para qué nos sirvió entonces ir a la escuela, tanto sacrificio por aprender, si unos acabaron por ser leñateros, otros pastores y los más labradores... Pero inmediatamente me doy cuenta de que este pensamiento está equivocado. Es cierto que no nos sirvió para mejorar profesional y económicamente, pero sí lo hicimos como personas. Los pocos conocimientos adquiridos con tanto esfuerzo, nos dieron muchas satisfacciones a lo largo de nuestras vidas, y a alguno le sirvió de acicate para seguir instruyéndose, superándose a pesar de provenir de un extracto tan desfavorecido como el nuestro. Por este motivo lo único que verdaderamente lamento ahora, casi al final de mi vida, es no haber dedicado más tiempo a estudiar y aprender, como siempre nos decía el maestro.


            Lo referido es un breve extracto de todo lo que había escrito en aquella libreta antigua. Notas tomadas, al parecer, para ejercitar la memoria en uno de los talleres que para tal fin se han impartido en el pueblo.

*     *     *     *

EL SEÑOR JUAN

José L. Alcaide Verdés

Hoy, viendo una escena de la pelicula “V de Vendetta”, me he acordado del señor Juan. Se trataba de esa escena en la cual la chica de la película, salvada por “V”, se despierta en una cama y lo que encuentra al abrir los ojos es una habitación llena de libros amontonados que parecen llenarlo todo: en estantes, en librerías, sobre mesas, apilados casi hasta el techo…
Era a principios de la década de 1980 cuando el señor Juan apareció de repente en el barrio. Nadie sabía de dónde procedía, pero era un hombre educado, sin obligaciones laborales, con dinero -siempre llevaba encima un buen fajo de billetes para los gastos ordinarios-, de una edad incierta entre los 60 y los 70 años. Nunca hablaba de su vida privada y su conversación era generalmente amable, pero siempre -banal o culta-, impersonal. Fumaba en pipa de manera compulsiva, casi tan compulsiva como la forma en la que se bebía las jarras de medio litro de cerveza o se bebía las copas de ginebra después de la hora del café.
En una ocasión nos regaló a mis hermanas y a mí un acuario de segunda mano con peces incluidos. Lo acababa de comprar por un auténtico pastón en un bar que frecuentaba por las mañanas antes de las doce, hora en la que solía aparecer por la bodega de mi padre.
A mí, a pesar de que su cara no me agradaba, el señor Juan me caía bien: tengo una tendencia natural a aceptar por completo a la gente que habla bien y que sabe mantener el interés de un auditorio durante una conversación o relatando cualquier anécdota. Probablemente sea porque soy un gran escuchador, siempre dispuesto a oír un relato, del tipo que sea. Hablar es otra cosa, nunca he sabido contar un chiste o relatar un hecho sin caer en la inseguridad, sin perder el hilo de la narración.
El señor Juan era un hombre sociable pero solitario: yo siempre pensaba que se había auto-exiliado de su vida anterior y que vivía acorralado por sí mismo. Quizás por ello bebía tanto, de una forma defensiva y al mismo tiempo agresiva, igual que un lobo se revuelve acorralado por los perros, bebía yo creo que para suicidarse despacio y leía para no pensar probablemente en su vida, en su pasado.
Sé que leía porque siempre andaba con libros recién comprados en las muchas librerías de viejo del barrio o en la cercana librería Paris-Valencia de la calle San Fernando -¡la de horas que habré pasado en esa desaparecida librería hurgando en los estantes en busca de algún libro raro! Recuerdo cuando la abrieron y mi madre me llevaba los sábados, después de la visita al oculista, para premiarme por mi buen comportamiento con algún cuento o algún tebeo… ¡Lo que daría ahora por no haber tirado aquella colección de cómics del Hombre Enmascarado en color! “Els llibres són mestres que no rinyen i amics que no demanen”, rezaba una de las frases del papel con que te envolvían las compras… ¡Uff, maestros que no riñen y amigos que no piden…! ¡Casi nada!
Con frecuencia el señor Juan me mostraba sus adquisiciones y de vez en cuando me regalaba algún libro, porque sabía que me gustaba leer: recuerdo una Historia de España, una enciclopedia del año “de la picor” a la que tengo mucho cariño y varias novelas de Blasco Ibáñez en ediciones de los años 60 y 70, de esas con portadas ilustradas de una manera casi inverosímil, que todavía guardo en casa de mi madre. Su casa era un cuchitril en la “repuchaeta” de la Calle Burguerins, en la parte de la calle más abandonada, con fincas tristes y vacías, de escaleras lóbregas y estrechas, medio cayéndose de viejas. La vivienda era lo de menos, porque la vida la hacía en sus bares, un bar para cada momento del día, unos contertulios que cambiaban según el lugar pero que todos los días eran, invariablemente, los mismos. En la casa, apenas nada que no fuera imprescindible: el mobiliario escaso, ropa por todas partes dejada caer y libros, muchos libros en cualquier sitio, en montones, desordenados, sobre sillas, en el suelo, dentro de cajas de cartón, libros comprados de forma compulsiva por lotes, sueltos, por temas…
Recuerdo cuántas veces me quedaba en la bodega de mi padre a oscuras, con sólo la luz del acuario, con los codos apoyados en la barra del bar y la cabeza descansando entre ambas manos, viendo desde mi particular atalaya a los peces moverse suavemente de un lado a otro. Era una sensación muy relajante, una invitación a soñar.
Ahora, en muchas ocasiones, cuando veo un acuario, el movimiento de los peces me recuerda aquellos años de aprendizaje, los años esponja, me recuerda al señor Juan con sus ojos grandes y ojerosos, su pipa humeante y ese aire despreocupado del que no espera nada más de la vida, del que va de un lado para otro sin prisas, abriendo y cerrando la boca dentro de un gigantesco acuario de aire.

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