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TERCER PREMIO RELATOS BREVES DE ACLA EN LA CATEGORÍA LOCAL

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Este fin de semana tan veraniego os traemos los relatos que quedaron empatados en el tercer puesto de la categoría local. En dos de ellos la historia y la ficción se dan la mano recreando situaciones de épocas muy próximas entre sí; en el otro, más breve, la picaresca popular se convierte en esa aliada de la educación en el mundo rural, dejándonos con una sonrisa en la boca.

¡Feliz lectura!                             



DOÑA TERESA EN LAS ALCUBLAS 
Por Francisco Gil Moriana


Hacia frío en Las Alcublas, no en vano era Enero, pero no era una gelidez de guarecerse en casa al abrigo de una buena lumbre, sino un aire puro y  limpio que invitaba a pasear y meditar, con la única precaución de arroparse adecuadamente. Doña Teresa se colocó una pelliza hecha de piel de zorro, ribeteada con marta, y se dispuso dar una caminata hasta la Fuente de la Salud pues ese, consideraba ella, era el secreto de la longevidad de las gentes de aquel perdido valle entre montañas: el frescor conservante y el agua revitalizadora. Esa fontana tenía fama de milagrosa y de devolver la salud a quien de ella bebiese. Por ello, cada vez que notaba algún achaque propio de la edad, se desplazaba hasta su señorío de Las Alcublas. Allí se alojaba en la casa de su administrador, muy cercana a la ermita que, bajo la advocación de San Antonio, presidía aquella recóndita localidad, un pequeño pueblo de unas cincuenta casas cristianas, repobladas principalmente por aragoneses. En sus orígenes, estos lugares se hallaban ocupados por diversos corrales y casas de pastores procedentes de Cubla, en Teruel, pues estos ganaderos no entendían de fronteras entre reinos y las trashumancias entre Teruel y Valencia fueron constantes por siglos, para permanecer en estas tierras durante los largos inviernos, desde el día de San Miguel hasta la festividad de la Santa Cruz.

A Doña Teresa le agradaba esa sensación de frescura en el rostro, la piel tersa, los ojos brillantes y la mente limpia. Llegado un momento en la vida, ya no queda mucho por hacer pero si bastante por recordar. De súbito le vino a la mente el claro recuerdo de la primera vez que vio al rey Don Jaime… Corría el año del señor de 1254 cuando una delegación de la Corona de Aragón, acudió al Reino de Navarra con el objeto de solicitarles ayuda, tanto para finalizar la reconquista del Reino de Valencia como para su repoblación. Los Vidaurre eran uno de los doce linajes de “ricoshombres” de Navarra, ahora encabezados por su hermano Pedro Gil de Vidaurre, por parte materna estaban emparentados con los Azagra de Albarracín y hay quienes aseguraban que fue de su madre aragonesa de la que heredó aquel carácter tozudo y obstinado, además de su evidente belleza “maña”. En aquella comitiva valenciana participaba también Pedro Nolasco, fundador de la orden redentora de los mercedarios, quien, años más tarde, liberaría a la propia Doña Teresa tras ser hecha prisionera en Argel.

Pero el mayor recuerdo era para Don Jaime, ambos eran viudos y con hijos, el rey se separó primeramente de Doña Leonor de Castilla y hacia poco enviudó de Doña Violante de Hungría. Por su parte, Doña Teresa aun mantenía el luto por su esposo Sancho Pérez de Lodosa. A sus ojos, Don Jaime era tan alto y tan apuesto que quedó inmediatamente prendada, aunque también es justo reconocer que, en aquellos tiempos, ella tenía merecida fama de gran hermosura, por lo que el rey de Aragón quedó igualmente enamorado. Sin embargo, ella no se dejó seducir por aquella voz dulce y aterciopelada que le reclamaba sus amores… En su fuero interno sentía deseos de arrojarse en los brazos de aquel hombre, pero le hizo saber que solo seria suya en santo matrimonio, bendecido por la Iglesia y por Dios. Y así fue que el rey le hizo “promesa de matrimonio” y esa noche consumaron su amor, fruto del cual nació su hijo Jaime y poco después otro retoño cristianado como Pedro. 

Don Jaime otorgó a Doña Teresa todo tipo de mercedes: en 1255 la ennobleció como señora de Jérica y dos años más tarde amplio sus territorios a Bejís, Llíria, Andilla, Altura y Las Alcublas. Pero, sin embargo, no cumplía su promesa de matrimonio, sino que iba alargando los plazos, siempre con alguna excusa. Así es como aquella dama navarra plantó cara a uno de los reyes más poderosos de la Cristiandad, no por ella, a quien poco importaba que llamasen, a sus espaldas, “La Concubina”, sino por sus hijos, para que, llegado un día, no fuesen conocidos como “Los Bastardos”. En Jérica estableció la capital de sus estados y sus retoños crecieron instruidos por Gil Jiménez de Segura, ajenos a aquella desigual batalla emprendida por su brava madre contra su progenitor, una batalla por su propia dignidad.

Llegada a la solitaria fuente descansó sobre una de aquellas talladas piedras que ribeteaban el manantial y se entretuvo mirando su imagen reflejada en el agua, para de vez en cuando distorsionarla suavemente con la punta de su dedo … Aquellas ondas de nuevo le evocaron el amargo pasado. El rey Jaime se enamoró nuevamente, esta vez de Berenguela de Castilla, con la pretensión de contraer matrimonio, aunque para ello tuviese que negar la validez de aquella “promesa” aprovechando que el testigo de la misma había fallecido. La respuesta de Doña Teresa fue contundente: embarcó en una galera en el puerto de Valencia, cruzó el mar Mediterráneo y se plantó en la santa ciudad de Roma. Bien asesorada, portaba una copia las decretales de Alejandro III y Gregorio IX, quienes defendían que una “palabra de futuro” poseía un valor sacramental, aunque no haya habido consagración. Y así lo confirmó contundentemente el papa Clemente IV, prohibiendo al rey “romper” aquel juramento, con amenaza incluso de excomunión, y declarándolo “legitimado” por la unión carnal. 

El rey Jaime se sintió muy contrariado por aquella prohibición pontificia, acostumbrado como estaba a que su voluntad tuviese rango de ley y así, fruto de la ira, cometió la atrocidad de mandar contar la lengua a Berenguer de Castellbisball, su confesor y obispo de Gerona, acusándolo de haber revelado que, bajo “secreto de confesión”, había admitido la veracidad de aquella promesa, pero él no reconocía a la “palabra de matrimonio” ningún valor jurídico. La Iglesia nunca le perdonaría esta ofensa y así estableció que el día de San Jaime los cirios de la catedral arderían en color verde como símbolo de humillación y penitencia. Pero tampoco ello parecía hacer mella en tan poderoso monarca, quien pronto se sintió atraído por otra bella dama de nombre Sibila de Saga y, fracasada la estrategia de negar la existencia de un “esponsal de futuro”, ahora se propuso lograr su anulación, acusando falsamente a Doña Teresa de haber contraído la lepra, ella que podía presumir de tener la piel más sana de todo el Reino, curtida por los sanos aires de las montañas y los baños en agua fría. Bien era verdad, que su cuerpo ya no presentaba esa lozanía de la juventud, pero nunca perdió la galanura y el donaire, siempre caminó derecha y, sobretodo, nunca dejó de sonreír y tener colores en las mejillas … Y así fue también entendido por el papa Gregorio X, quien se sintió en la obligación de negar esta anulación: o cumplía su palabra, o el poderoso rey de Aragón no volvería a celebrar esponsales con consentimiento de la Iglesia.

Era aquel un día de San Antonio y los campesinos y pastores que conformaban aquella cristiana comunidad  perdida entre los montes, se afanaban en recolectar leños y ramas con los que levantar una enorme hoguera en honor a su santo patrón. Teresa Gil de Vidaurre finalizó su matinal paseo y regresó a aquel caserón donde se alojaba siempre que visitaba Las Alcublas.  Allí ardían lentamente los troncos en la chimenea y el olor de los guisos elaborados en la cocina impregnaba toda la estancia … ¡Cuánto le recordaba a aquella olla que su madre aragonesa le preparaba en Navarra! Al calor de la lumbre, su administrador le narraba viejas historias sobre la conquista del Reino, en la cual él mismo, junto a cientos de jóvenes aragoneses, participó. Era el año del señor de 1237 cuando un pastor de Cubla informó al rey sobre la existencia de una cañada que, desde Segorbe, se adentraba hasta la misma ciudad de Valencia, así es como el rey organizó una partida para inspeccionar la zona compuesta por voluntarios procedentes principalmente de las zonas montañosas del sur de Aragón. Muchos de ellos solicitaron al rey tierras en aquellos parajes, allí estaban los Civera, los Domingo, los Gavarda, los Manyes, los Ribas y tantos otros. Conocedor Pedro Nolasco, asesor espiritual del Rey, de la existencia en Las Alcublas de una ermita habitada por un hombre santo rebosante de sabiduría decidió acompañar al rey en esta expedición. A pesar de ser “tierra de moros”, desde los lejanos tiempos del príncipe visigodo Teodomiro existía una importante comunidad de  “mozárabes” en Valencia y según le aseguró el eremita, aquel oratorio siempre estuvo ocupado por devotos cristianos que decidieron abandonar el mundo para seguir el ejemplo de San Antonio.

Ocurrió por entonces, que Don Jaime cayó enfermo con grandes fiebres, sin atreverse nadie a trasladarlo hasta el “campamento real”. El ermitaño  reveló a Pedro Nolasco la existencia de una pequeña fuente, famosa por sus propiedades curativas y allí el mercedario realizó el inesperado hallazgo de una pequeña figura de la Virgen de la Salud, dentro de una hornacina cubierta de zarzas. El rey sanó “milagrosamente” al amparo de aquella imagen y la depositó como ofrenda en la ermita de San Antonio. Y a esa pequeña virgen rezaba Doña Teresa, no por las dolencias físicas de su esposo, sino por la salud de su alma, enferma de soberbia, de cólera y de lascivia, tres de los siete pecados capitales señalados por San Gregorio Magno.

Ahora Teresa, desengañada de los hombres y del mundo, se encontraba más cercana que nunca de Dios y no porque el paso de los años le hiciese reflexionar sobre la inevitable muerte, sino porque siempre tuvo una profunda vena espiritual. Por ello decidió mandar construir un monasterio cisterciense en la Zaidia, sobre su palacio de Abu Zayd, bajo la advocación de Nuestra Señora de Gracia. De todas la villas que tenía como señorío, era sin duda en Las Alcublas donde se hallaba más dichosa. En todos aquellos sitios se dirigían a ella como “Señora”, pero aquí la llamaban “Reina”.



 ELTÍOMAÑAS
 Por José Civera Martínez


Acabada la dura jornada, la familia se reune para la cena, la madre ha preparado un arroz con bacalao y unas abundantes patatas fritas de la cosecha con longanizas de la matanza casera, aunque ya quedan pocas. Allí el “tío Peña “, le da instrucciones a su hijo Tonico, un avispado chaval de doce años, que ya no va a la escuela, pues tiene que ayudar en las faenas del campo, para que mañana vaya a recoger los haces de trigo que no pudieron traer, pues él, tiene que ir a segar con el “ tío Niceto“.
        
         - ¿ Pero como cargo yo los haces, si el burro es más alto que yo?. 
          
         -  No te preocupes, llamas al “ tío Mañas” que ya estará por allí, y que te  eche una mano.
   
Al día siguiente se reúnen para la cena y el chiquillo enfadado, le reprocha a su padre:
               
         -  ¡Menuda me la ha organizado padre! llegué al bancal y me cansé de llamar al “ tío Mañas”, allí no había nadie en toda la partida ¡Más de una hora estuve esperando y dando voces llamando al “tío Mañas”!
        
         - ¿Y qué hiciste?-, le pregunta sabiendo que el trigo ya está en la era.
                       
      - Pues en vista de que por allí no aparecía nadie, bajé el burro al bancal de abajo, lo arrimé a la pared y puse una estaca para sujetarlo. Volví a subir al bancal nuestro y cargué los haces por un lado y los até, volví a bajar y le dí la vuelta al burro para cargarlo por el otro lado, y una vez atados todos, recogí al burro y me vine, pues por allí no apareció nadie. 
El padre le responde con una sonrisa entre orgulloso y satisfecho de su chaval:
              
           -  Ese era tu "tío Mañas “.



VIENTOS DE CAMBIO
Por Ignacio Teruel Navarrete





Juan de Navarrete cabalgaba a la cabeza de la columna formada por 30 jinetes escogidos, no era su comandante, esa responsabilidad recaía sobre don Pedro de Ayala y Cabeza , un segundón de Aragón sin tierras que había pedido un préstamo a un usurero judío para costearse su armadura y su caballo a quién solo le preocupaba su parte del botín, un soldado competente en opinión de Juan aunque debido a su pobreza sentía un profundo desprecio hacia los judíos  y debido a la guerra, hacia los musulmanes,  un sentimiento compartido por muchos en el ejército de don Jaime el primero. Juan  había sido designado como guía de esta expedición, su señor le había recomendado especialmente por sus logros y su conocimiento del terreno al rey , pues Juan era miembro de la guardia personal y vasallo de don Blasco de Alagón y junto a él había padecido años de exilio por estas mismas tierras hasta recibir el perdón real y junto a su señor había participado en la toma de Morella compartiendo con este la vergüenza de ver su conquista reclamada por el mismo rey, era un jinete experto y un rastreador aún mejor,  aunque miembro de una familia menor, su habilidad con las armas y su lealtad le habían llevado a convertirse en un hombre de confianza de don Blasco y tal vez, cuando la guerra terminase sería recompensado con generosidad, unas tierras, rentas y un buen matrimonio eran unos sueños que cada día estaban más a su alcance aunque la guerra distaba mucho de terminar, Burriana había caído el 16 de Julio de 1234 Anno Domini y aunque la guerra parecía que se decantaba hacía el bando cristiano este se veía cada vez más necesitado de hombres para continuar la cruzada, entretanto Valentia seguía resistiendo tras sus murallas bien abastecidas mientras los territorios situados en las cordilleras montañosas del oeste pasaban hambruna, poco a poco estos territorios escasamente defendidos estaban siendo ocupados por las tropas leales a Cristo. 


Las ordenes que habían recibido eran claras al respecto, reconocer el territorio, aceptar, si se diese el caso de cualquier villa, alquería, castillo, guarnición  o aldea la rendición,  informar de los movimientos del enemigo, evitar importunar a la población civil y mantener siempre la comunicación con el grueso del ejército que se hallaba a menos de tres días de marcha, dos a caballo y uno a marchas forzadas. Habían partido tres columnas de jinetes  con las mismas órdenes, pero Juan se alegraba de estar en esta columna precisamente porque su corazón se regocijaba de poder volver a ver un lugar que le era muy familiar, años atrás, durante el duro exilio y siendo el un joven de apenas 20 años, había combatido en estas tierras contra una banda de salteadores de caminos donde había sido herido de gravedad y casi dado por muerto de no haber sido por la intervención de un pastor musulmán que le recogió le llevo a su casa, sanó sus heridas y le ayudo a recuperarse dándole incluso su propia mula para que pudiese volver con los suyos, aquel hombre sencillo le había dado una lección de humanidad que Juan nunca olvido como tampoco olvido aquel lugar, Alquibla o las Alcublas, lo había llamado el pastor, una pequeña villa que le acogió,  le salvo la vida y a la que estaba a punto de regresar tras casi 10 años donde todo lo que había conocido era guerra y muerte, en estos pensamientos se hallaba cuando se dio cuenta de que don  Pedro estaba llamando su atención, Juan caracoleo su montura hasta colocarse a la altura de este. 

       - ¿Decís que tras estas  montañas hay una alquería?

    
     - Más bien se trata de una villa, campesinos y granjeros musulmanes sin guarnición que la guarde es gente sencilla que no opondrán resistencia, les conozco, podremos pasar la noche sin problema.

Pedro miró fijamente a Juan y al instante echo el cebo -Esperemos que estos moros no nos causen problemas- y en su voz se notó  un desprecio absurdo que buscaba provocar una reacción sobre el receptor aunque este ni se inmuto, pero en su interior Juan pensó que los únicos que probablemente causarían algún problema iban a ser ellos, un pensamiento que se coló en su mente como una astilla.

Al fin, la turma se abrió  paso entre los pasos de  montaña y alcanzaron a ver la pequeña aldea, don Pedro ordeno apretar el paso y la columna se movió con un estruendo propio de un trueno levantando una gran polvareda a su alrededor y de esta guisa irrumpieron en la aldea, erguidos sobre sus monturas mostrándose como lo que eran, conquistadores reclamando esta tierra.
Los jinetes llegaron a la plaza de la mezquita gritando y  convocando a todos los vecinos a reunirse allí inmediatamente quienes asustados y nerviosos obedecían saliendo de sus casas temerosos de esos hombres armados, sucios y hoscos al fin cuando una multitud se hubo congregado don Pedro habló.

      -¿Hay algún villano entre estas gentes que conozca mi lengua?-un hombre alzó la mano- Muy bien cuando haya terminado explícales al resto mis palabras, ¡Villanos¡ en nombre de nuestro glorioso monarca su majestad don Jaime I rey de Aragón, de Mallorca, conde de Barcelona, señor de Montpelier y de Urgel tomo posesión por derecho de conquista de esta Alquería que a partir de hoy contribuirá a la corona y será entregada a un señor para su administración, todos aquellos que causen problemas serán tratados como enemigos del rey siéndoles despojados de sus propiedades y ajusticiados en consecuencia, el culto musulmán será respetado de momento siempre y cuando no incite a la rebelión, el ejército de su majestad se halla a dos días de marcha de aquí y  pronto enviará a sus censores, de momento solo tomaremos alojamiento y comida para nosotros y nuestros caballos,¡ honrad a los gloriosos cruzados de Dios¡- don Pedro caracoleo su caballo mientras gritaba la arenga final reparando en el hombre que tenía que traducir todo, quien sin poder remediarlo, manías de comerciante, preguntó:

          -¿y quién pagará el forraje y la comida? 

Don Pedro le miró fijamente y respondió:

        -¿Pagar?- buscóen la alforjas y al segundo sacó un escapulario con la imagen de una virgen que arrojó al musulmán- ¡Toma moro!, date por pagado. 

La mirada del aludido era de un odio intenso comparada con la expresión jubilosa de don Pedro que se regocijaba de su broma ante sus hombres, en mitad de este ambiente Juan reparó en unos ojos que le miraban escrutadores, en medio segundo Juan sabía de quien se trataba, se quitó su yelmo y descabalgo de su montura ante los asombrados ojos de sus compañeros se dirigió hacia aquel rostro tan familiar y cercano, con paso seguro se acercó al viejo cabrero y con casi lágrimas en los ojos le abrazó.

      -Hola viejo¿Pensabas que me había olvidado de ti?- aquel pastor se rió emocionado y contestó:

     –Sigues siendo un bromista Juan, pero ven, pareces cansado. Esta noche mataremos un cabrito para cenar y me contarás tus aventuras ¿te apetece?. 
       -No imagino nada que me apetezca más viejo.

Juan se dirigió hacia don Pedro: 

     –Capitán si no precisáis nada más de mi me recogeré en casa de mi amigo, si me mandáis llamar por favor hacedlo con cuidado, mi amigo ya está un poco mayor-. Ysin esperar siquiera una respuesta, don Juan de Navarrete echo andar calle abajo con las bridas de su caballo en una mano y la otra sobre el hombro de aquel humilde cabrero, don Pedro les siguió con la mirada incapaz de comprender la relación entre aquellos hombres, para él los moros no tenían ni siquiera un alma, eran el enemigo, nada más. Atónito decidió volver a sus asuntos y poner orden entre sus hombres además de en la villa, todo eso mientras un cristiano y un musulmán compartían historias, risas y anécdotas ajenos a todas las luchas de los hombres y sus dioses.
        



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