AVISO S0BRE PROBLEMAS PARA VISUALIZAR CORRECTAMENTE EL BLOG Y LOS COMENTARIOS A LAS ENTRADAS:
Desde este verano se viene padeciendo problemas en el blog para visualizar correctamente la cabecera y la barra inmediatamente debajo de la cabecera con los apartados correspondientes a nuestras publicaciones, etc., y también para ver y poder hacer comentarios a las entradas, algo ajeno por completo a nuestra voluntad.
Un pequeño TRUCO para solucionar el problema consiste en situar el cursor del ratón de nuestro ordenador sobre el título del blog y pinchar repetidas veces hasta que la cabecera salga en su color azul.
Esperamos que sepáis disculpar este problemilla y agradecemos vuestra atención.
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Retomamos -ahora sí-, nuestra sección dedicada a los relatos presentados a nuestro certamen de 2013 con relatos pertenecientes a las tres categorías. En la categoría general "La Salamanca", un relato que, jugando con hechos y personajes reales y con la leyenda de la "Cueva de Salamanca", nos acerca a los hermanos Machado en su niñez; en la categoría local nos encontramos con un relato de Abel Chiva que, no exento de humor, invita a la reflexión acerca de los valores por los que nos regimos los seres humanos; por último uno de esos relatos llenos de sencillez de nuestra categoría infantil que, como siempre, te dejan con una sonrisa en la boca.
¡Feliz lectura!
Juan Ángel Cabaleiro
Un día, en julio de 1883, el profesor Francisco Giner de los Ríos experimentó una extraña sensación. Estaba sentado en su despacho del colegio que dirigía —la famosa ILE, Institución Libre de Enseñanza— y, como impulsada por una fuerza misteriosa, su atención se dirigió hacia uno de los alumnos nuevos que paseaba por el patio del edificio. Don Francisco, que tenía entre manos la organización de una larga expedición por la sierra de Madrid, abandonó los mapas y la lista de los participantes sobre el escritorio, se puso de pie, abrió la ventana que daba al patio y llamó al joven. Por la breve conversación que enmarcaba aquella ventana supo que el niño se llamaba Antonio Machado y que tenía un hermano mayor, Manuel. Don Francisco, aunque jamás tenía este tipo de reacciones, lo invitó sin más a participar en la excursión. ¿Acaso no pensó en la edad del niño? Era mucho más joven que el resto de los adolescentes. ¡Apenas ocho años!
Esa misma semana salieron desde Madrid, a primera hora de la mañana. Era un sábado. Cogieron el tren hasta la estación de Villalba (el ramal hasta Cercedilla no había sido construido por aquel entonces). Cuando la máquina exhaló su último bufido junto al andén, el pequeño grupo de profesores y alumnos —nueve personas en total— comenzó a andar en dirección al Puerto de Navacerrada. En aquella jornada agotadora debían recorrer cerca de… ¡treinta kilómetros! Antonio iba solo y cansado detrás de la comitiva: al principio, admirando los paisajes que reflejaría mucho después en un poema famoso; al final, reconcentrado en sus menguadas fuerzas juveniles. Su querido hermano Manuel se había quedado en casa con anginas, pero todo el tiempo estaba presente en los pensamientos de Antonio.
Por su parte, como quien se desentiende de una misión impuesta y ya cumplida, don Francisco ignoró al joven durante los primeros kilómetros del trayecto. De Navacerrada, donde hicieron un descanso, continuaron al alto de las Guarramillas; de allí el plan era seguir hasta el Puerto de Cotos y, por fin, al monasterio de El Paular, donde harían noche. La segunda jornada se iniciaría con el cruce de la sierra por el Puerto del Reventón, con la posterior bajada a La Granja. El tercer y último día por la sierra consistiría en el recorrido de La Granja a Segovia, vuelta a La Granja, otra vez a Navacerrada, y de allí a Villalba. Pero el niño Antonio no pudo realizar casi nada de aquel arduo trayecto. Francisco Giner de los Ríos cuenta en sus Memorias que, en la primera jornada, “uno de los niños, a quién apenas conocía por ser muy nuevo en la Institución, se perdió en la montaña…”. Cuenta Giner que aquel suceso los conmocionó, y los obligó a retrasar el plan un día entero. Ocurrió aproximadamente así:
Después de la comida del mediodía en Navacerrada, los excursionistas reiniciaron el camino hacia las Guarramillas. Recorrían el lomo de ese inmenso animal dormido que es la sierra de Guadarrama cuando alguien advirtió el desastre: Antonio se había perdido.
Don Francisco, que no se explicaba el sucedido, organizó una batida de búsqueda en dos grupos. La tarea se prolongó durante toda la tarde. Antonio no apareció. Cuando cayó la noche, los grupos regresaron a Navacerrada y se reunieron a deliberar en el bar del pueblo, presas de la desolación. Como Antonio seguía sin aparecer, don Francisco decidió apelar a un recurso desesperado: la gruta de Navacerrada. Cuando has agotado las opciones lógicas, intenta con las ilógicas.
Fue solo, como se deben hacer estas cosas. Se internó por la sierra, esta vez en dirección a las lagunas, y durante todo el camino se fustigó pensando en lo sucedido: en el repentino impulso de convocar al muchacho, en su desatención durante el trayecto, en lo que podría pasar…
La gruta era una abertura insospechada al pie de un pequeño risco, no muy apartado del camino a las lagunas. Don Francisco nunca habló de la gruta, y sospechaba que poca gente sabía de su existencia. La luna veraniega apenas iluminaba algunas señales reconocibles, pero consiguió llegar. Una vez frente a la entrada del hueco sagrado, don Francisco Giner de los Ríos, como un suplicante, se hincó ante ella y atravesó de rodillas a la reducida puerta. Una vez dentro —como Layo ante el oráculo de Delfos— preguntó por el destino del niño. Pidió —y se sintió egoísta por ello— que su prestigio como educador no sufriera menoscabo en caso de ocurrir una tragedia. La gruta, que había escuchado sus súplicas y sus temores, le respondió con la voz oscura de su interior.
—Regresa con los demás, que Antonio llegará detrás de ti, sano y salvo.
El profesor sufrió una verdadera conmoción al oír aquella voz de hielo y de noche. Regresó, al fin, con más dudas y con más preguntas que las que había traído, pero con la firme decisión de mandar de vuelta a Madrid al niño cuanto antes, si de verdad aparecía.
Unos minutos después, Antonio, que perdido y muerto de frío se había refugiado allí, salió del fondo de la gruta, renegando, con la amable sonrisa del escéptico, de la travesura que acababa de cometer. Antes de dejarla repitió aquellas palabras de hielo y de noche para comprobar una vez más el curioso efecto del eco entre aquellas paredes cóncavas. El llanto de don Francisco, siempre unos pasos más adelante, lo guió de regreso en la noche.
Mientras tanto, muy lejos de todo aquello, en Madrid, en una casona familiar que su abuelo había alquilado, Manuel sufría los peores delirios de la fiebre. El hermano enfermo, desde la cama, escribía en un cuaderno de clase historias nacidas de la desesperación y del aburrimiento, en las que él y su hermano eran los protagonistas. Antonio había tiritado de frío en la montaña, y Manuel lo había hecho de fiebre en la cama de la vieja casona familiar.
¿Qué hizo Antonio en aquellas horas de soledad, metido en una gruta, en medio de la montaña? Su hermano, el niño Manuel, que de alguna manera estaba conectado con él y que intuía lo que le pasaba, escribió en su diario en aquellos días:
“Antonio dice que cuando la Salamanca te llama todo se confabula para que sus deseos se cumplan. Te atrae hasta ella de mil modos. Suele vivir en cuevas alejadas de los caminos, y allí te regala un don, pero te esclaviza a ese don. Hay una cueva de la Salamancaen Madrid, en la montaña llamada Guadarrama. Hay otra en el campo, en un lugar llamado Santiago del Estero, en Argentina. Pero también hay gente que nace con una Salamanca en el corazón…”
No sabemos si esa misteriosa Salamanca—¿diosa?, ¿ninfa?— creó al poeta (le dio un don), o si fue el poeta el que, excitada su imaginación por las circunstancias, creó la inocente leyenda de la Salamanca. De ser así podemos aventurar que se trató de su primera obra.
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Abel Chiva Mañes
No lo niego, me gusta pasear. Si a esto añadimos un buen clima de montaña, con esos frescos amaneceres. Esa quietud, esa paz, esos aromas que se paladean entre canto y canto de los jilgueros que se asustan a mi paso.
Pero aquella mañana, después de trasnochar la noche anterior, no era precisamente de esas en que los pies siguen los pasos de tu cabeza. A mitad de camino entre el barranco y lo alto de la Peña, al ascender a una gran roca medio plana, y porque las piernas no la seguían, me fui de bruces al suelo y, rodando de un lado, quedé acomodado en una pequeña depresión que tenía en el mismo centro.
Se estaba bien allí. Un enebro ensombrecía mi cabeza que casi tocaba otra roca que subía vertical unos dos metros. Los brazos extendidos y la espalda agradecían el frescor de la dura piedra, un cielo azul intenso era todo lo que veía. Cerré los ojos y doblé el cuello. Entre las raíces y el borde de la piedra un hueco atrajo mi atención, acerqué la cabeza y sin esperarlo me deslicé por una pequeña pendiente sumamente resbaladiza. Parecía imposible que mi cuerpo hubiese entrado con tanta facilidad.
La estancia era sombría. Obscura. Pero a la vez una claridad tenue e indefinida permitía ver el centro de la bóveda. Del centro del suelo sobresalía una media esfera de un metro de altura, metálica, con un color de destellos brillantes pero de un material desconocido. ¡Hola!¿Hay alguien ahí? Un impresionante silencio me contemplaba, y apenas mis ojos se estaban amoldando a esa luz tenue cuando un zumbido hizo dirigir la vista hacia la media esfera. Sin cesar de sonar -estaba seguro que salía de allí-, en el aire se empezaron a dibujar unas letras y muchos números: GLX746132, PRT592-738596-D15674829, DT2113-A4654968. A la vez que esto pasaba una fuerza invisible me acercó un poco más y me hizo recostar, permaneciendo como en el aire pero cómodamente sentado.
Alucinado, no salía de mi asombro. Dentro de la esfera un baile frenético de luces y en el aire por encima de mi cabeza, como hologramas encadenados en unas secuencias tridimensionales, empezaron a aparecer datos, listas de componentes, transformaciones, fórmulas...Toda una bóveda de colores y formas se sucedían a un ritmo vertiginoso mientras notaba que en mi interior una pequeña idea de lo que se me mostraba iba tomando cuerpo.
Aquello era increíble. Parecía como si toda la vida hubiera sido astrofísico, químico, geólogo, simplemente el cerebro más privilegiado de la galaxia, exactamente es que lo entendía todo cada vez más rápido. Muy pronto empecé a razonar con los conocimientos que veía y a relacionarlos unos con otros. La idea general de las funciones de aquel artilugio fue tomando cuerpo, a la vez que los conceptos inundaban toda la estancia por encima de mi cabeza. Algo en mi interior crecía a pasos agigantados, no era una bola de nieve sin control ladera abajo, ¡no!, más bien un alud de increíbles proporciones. La claridad de pensamiento que me invadía me llevaba como caballo desbocado a infinidad de conjeturas respecto a las posibilidades reales que podían darse con un invento de tan grandes dimensiones. Reventar el mercado del oro, anegar el mercado de diamantes, el del uranio, el de coltan ¡no habría sitio de poder financiero que se me pudiera resistir! Una intensa sensación como de mareo, como expansiva, de euforia, amenazaba con explotar dentro de mi pecho y mi cabeza era un tiovivo desbocado que no paraba de imaginar nuevas y grandiosas posibilidades. ¡Yo!, sí, ¡yo! El último mequetrefe de un pueblecito perdido, podría llegar a ser sin ninguna duda ¡¡ EL DUEÑO DEL MUNDO!!
No sé si fue debido a mi cansancio, o quizá más bien a que aquel “ente” consideró que ya tenía bastante por el momento, pero sin saber cómo me vi sentado en la ladera de la montaña, justo en la roca donde había tropezado. Del pueblo llegaba el sonido de un bando.
Por lo tanto la misa ya había acabado y serían casi la una o por ahí. Había estado unas tres horas desconectado de este mundo. Andaba como flotando, en realidad no era consciente ni de mis pasos ni de los pedregosos caminos que los guiaban. Dentro de mí iba tomando forma la magnitud de lo que se me había dado a conocer, en pocas palabras, la extraña máquina era capaz de descomponer todos los elementos, todas las células, incluso todos los átomos reduciéndolos a la expresión más básica, a la composición más elemental posible. Luego esas partículas las podría reordenar y hacer cualquier otra que pudiera solicitarle, es decir, una simple piedra podría convertirse en agua o madera y también en oro, diamantes, uranio.
En tal estado de euforia, apenas me apercibí que había llegado a la fuente que había antes de entrar en el pueblo. Mi situación, si fuera observado por alguien, no creo que fuera muy presentable, así que traté de calmarme y me lavé copiosamente la cara, tomé dos sorbos de agua y acabé metiendo la cabeza bajo el grifo. Me recosté en un banco tratando de calmar mi ánimo y mis ideas, luego, pausadamente y tratando de aparentar la mayor normalidad, me fui para casa.
Con la excusa de tareas urgentes pasé el resto del día pegado al ordenador. Me resultó muy útil ya que pude ampliar conocimientos y a la vez pensar con calma en los sucesivos pasos que debería desarrollar. Por otra parte el aislamiento voluntario impuesto, me permitía esconder mis emociones a familiares y amigos de una forma más disimulada y eficaz.
El sueño me venció de madrugada pero ya tuve claras varias cosas. Debía volver y saber lo máximo posible sobre la máquina, no debía enterarse nadie de mi hallazgo y lo más importante, que aquello podría ser más peligroso de lo que me había parecido en un primer momento. Hasta tal punto esa intuición me preocupaba que mi sueño se convirtió en pesadilla, una pesadilla tan atroz en la que, después de aniquilar a medio universo, yo me convertía en el mayor agujero negro por el que caía todo, incluso yo, cogido a una bola de cristal disfrazado de mago.
Para no despertar sospechas no madrugué demasiado. Agricultores paraban en el bar a tomar café cuando yo ya salía del pueblo camino de la peña. Andaba lento, pensativo. Una fuerza irresistible me llevaba a la montaña, pero a su vez, mi cabeza se resistía a ceder tan fácilmente. Mientras andaba iba pensando en tres cosas fundamentales: cómo iba a modificar esto mi vida personal, familiar y social; hasta qué punto y cuánto iba a influir en las vidas y futuro del género humano o del planeta tierra en general; cuál iba a ser mi responsabilidad ante Dios y los hombres si esta máquina cayera en malas manos. Pero si estos pensamientos frenaban mis pasos, no era menos cierto que una fuerte ansia y un obseso deseo, por otra parte, los aceleraban y dominaban.
A la llegada, por precaución, miré a mi alrededor, adopté la misma postura y enseguida me introduje en aquella obscura estancia. Nada había cambiado allí. Me acerqué con una especie de miedo, zozobra y ansiedad. Una vez llegué a su lado, con un tenue parpadeo, se encendió un haz de rayos de color amarillo-limón. Instintivamente alargué las manos y las puse encima. Inmediatamente me di cuenta que con ello podía seleccionar el tipo de información a recibir y guiar el desarrollo de la materia elegida.
Me encontraba en pleno apogeo. Como un director de orquesta, tan sólo con mis manos, era capaz de guiar una perfecta sinfonía de datos que se sucedían y fluían de una manera ordenada y a mi voluntad. La media esfera, con un ligero temblor, empezó a emerger del suelo apareciendo en todo su tamaño hasta completar su totalidad, elevándose del suelo.
Permanecí en este estado de levitación largo tiempo asistiendo a un espectáculo jamás contemplado por persona humana, dominando a la máquina y a su vez subyugado por lo que me estaba ofreciendo. Hubiera sido capaz de permanecer así toda una vida.
Poco a poco se fueron sucediendo nuevos puntos luminosos aumentando ligeramente la intensidad, hasta que su secuencia de sucesión se volvió tan frenética que llegó un momento en que aquella bola parecía una enorme luciérnaga suspendida en la oscuridad.
Contemplando atónito este espectáculo, sentado y sin poder hacer nada, me pude dar cuenta de que aquello era el principio del fin de mis sueños de grandeza. A medida que las lágrimas empezaban a caer por mis mejillas, en un asfixiante silencio, la bola fue empequeñeciéndose progresivamente, desvaneciéndose, en un suspiro, como una mota de polvo incandescente.
Aún permanecí largo rato sentado, aturdido. ¿Pero qué es lo que había pasado y por qué? Repté hacia la salida guiado por una pequeña claridad solar. Con los ojos cerrados, para amoldarme al exterior, dejé que una suave brisa secara mis lágrimas y sosegara mi exaltado ánimo. No lo podía entender, aquello era todavía más inconcebible que el encuentro del día anterior, ¿cómo podía llegar a asumir que todo se había acabado? La verdad es que poco podía hacer para remediarlo y, mirándolo por otra parte, había sido liberado del difícil dilema que se me había planteado. Contarlo tampoco, so pena de acabar encerrado por loco y prueba no tenía ninguna.
Comencé a bajar de la montaña un poco más tranquilo. Instintivamente se activó el mecanismo de defensa o supervivencia que todos llevamos dentro y pensé para mis adentros:
“Al fin y al cabo de emociones como esta, está la vida llena. ¿Cuántas veces familiares, amigos o situaciones nos hacen ilusionarnos y por una sinrazón, o sin un por qué quedamos defraudados y deprimidos?”.
Esbocé mi mejor sonrisa, y corrí a almorzar al bar con los amigos.
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Diego Cano Cano
Había una vez una hormiga muy perezosa que no trabajaba nada en el hormiguero. Era muy burlona y presumida. Llevaba una camiseta roja y unos pantalones negros. Su madre era una de las hormigas más importantes del hormiguero. Era muy simpática y era la secretaria de la reina. Su padre era también muy importante, aunque menos que la madre. Era el constructor del hormiguero. Un día la hormiga respondió mal a la reina. La reina mandó que la echaran fuera del hormiguero. Al principio, se sentía sola, pero se encontró con un escarabajo. El escarabajo se llamaba Mario. Era grande, fuerte y muy robusto. Llevaba unos pantalones azules y una camisa blanca. Le ofreció que se quedara en su casa.
La hormiga dijo:
-Pero yo no trabajo nada.
El escarabajo respondió:
-Me da igual, pero en verano tendrás que ir a recoger comida.
Los dos se fueron a casa del escarabajo. Cuando llegó el verano, la hormiga no hacía nada. El escarabajo le puso una condición: “si no trabajaba, no comía”. La hormiga durante los primeros días no trabajaba mucho, pero pasó el tiempo y trabajaba todo el día. El escarabajo le dio comida y la hormiga empezó un viaje de regreso hacia el hormiguero. No sabía el camino, primero preguntó a una lagartija, después a una tortuga y por último a una araña. Ninguno le dijo el camino correcto.
La hormiga se adentró en un charco, después en un bosque y por último atravesó un campo de flores. Al final encontró el hormiguero y entró dentro. Hizo una apuesta con la reina: “si trabajaba, le dejaba entrar, pero si no, se iba a la calle”. La hormiga ganó la apuesta y la reina le dejó entrar.
La hormiga se hizo importante y cuando la reina se murió ella fue la hormiga reina.