De vez en cuando apetece desconectar de todo y dedicar un rato a leer por leer, por el placer de estar a solas con unas historias escritas por otros... Hoy os traemos otra entrega de los relatos del certamen de 2013, dos de la categoría general, uno de la local y otro de la infantil.
¡Feliz lectura!
Claudia Andrade Carreño
Estaba claro que una vez más no conseguiría pegar un ojo.
Cada año era lo mismo. La antigua casona del tío Marcial en verano y una orquesta de grillos al pie de la ventana insistiendo en torturarla como si supieran que había regresado, el olor a leña apagada con agua en el fogón de la cocina colándose por cada rendija y para rematar; esa costumbre del tío de dormir con la luz prendida a pito de que ella no se asustara con la tremenda oscuridad. ¿Es que no se había dado cuenta de que ya tenía quince años? A estas alturas, ya barajaba su propia teoría. Era el tío quién temía a la oscuridad y, debido a ello, la lámpara al otro lado de la cortina que separaba los cuartos permanecía encendida la noche entera, convirtiéndose en una más de las torturas veraniegas.
Carla se volvió hacia la pared de adobes intentando conformarse y aprovechar el insomnio de buena manera. Fijó la vista en las grietas iluminadas por la tenue luz, disfrutando en recorrer sus formas en penumbras. Se le antojaban como caminos torcidos que no iban a ningún lugar con exactitud, pero por alguna razón estaban allí, como ella cada verano en la casona. Suspiró bajito para no despertar a su padre.
El caballero dormía y roncaba a pierna suelta, sin que le importara un comino la fiesta de olores, colores y sonidos que diezmaban sus horas de sueño. Tenía que amarlo mucho en realidad. Tanto como para someterse a acompañarlo cada año en los días de visita a su tierra natal, manteniéndose estoica y alegre, resignada a darle el gusto.
No era que no le gustara el lugar, todo lo contrario. Le encantaba recibir el cariño de tíos, tías y sobrinos que se desvivían por atenderlos. Se sentía especial cada vez que los visitaba, esperada y querida, rodeada de una familia grande, no de dos personas como la suya , era bueno para variar, no estar sólo con su padre, aunque cada año el familión insistiera en que estaba irremediablemente enferma, al borde de una fatal anorexia e intentaran por todos los medios posibles atiborrarla de comida.
Le gustaban las caminatas hacia el río por entre las chacras, ordeñar vacas, recoger moras, comer quesos frescos, choclos, sandías y andar a caballo; el sonido del viento agitando las hojas de los álamos y las tardes de guitarreo en la enorme cocina. Aun teniendo que pagar con quince días de dormir a medias, valía realmente la pena.
Todo valía la pena por verle a su padre esa sonrisa que no ostentaba en ningún otro lugar del mundo. Es sonrisa que parecía salirle del pecho, amenazando con romperlo de alegría. Una sonrisa que se le instalaba en la cara cada vez que pasaban por el pueblo y que iba creciendo a medida que subían rumbo a las montañas por la ruta vieja, hasta llegar a la casona de los tíos pasando el canal grande.
Todo el trayecto estaba lleno de nostalgias, cada casa a ambas orillas del estrecho camino había pertenecido a algún conocido, tenía alguna historia, cada recodo escondía relatos de la niñez de su padre, amorosamente preservados en la retina viscosa de las memorias, en un lugar privilegiado de donde nunca se habían borrado para él, y los compartía en cada curva del camino, con los ojos refulgiendo como carbones encendidos por los recuerdos. Allí estaba la casa donde había nacido, el cerro donde cada año festejaban a la Virgen, el arroyo donde atrapaban ranas y cangrejos. Los caminos de tierra por donde se perdía a cazar conejos con su perdiguero, la que alguna vez fuera la huerta familiar, los panales, las cubetas donde antes se almacenaba la miel. Y la sonrisa continuaba pegada en el rostro de su padre, saliéndole por los poros, por la retinas, por las comisuras de los labios, por las manos, por los oídos, incluso cuando dormía, durante todos los días y noches que la visita duraba, sin que nada pudiera perturbarle, porque realmente allí era feliz, en esa tierra, su tierra.
La madrugada se fue abriendo paso a través de los vidrios empolvados, bañando con un finísimo espectro brumoso cada objeto que Carla tocaba. Las grietas de la pared, que antes le parecían caminos inconclusos, fueron tomando forma con la claridad vaporosa del amanecer. Una helada mañana fue dando paso al día y los ruidos nocturnos fueron reemplazados por los sonidos del quehacer diario de la casona. Lentamente, su padre se desperezó estirando su enorme cuerpo, haciendo rechinar el camastro de bronce, abrió los ojos y la miró sonriendo con las mejillas rozagantes de felicidad por despertar otro día allí, tal como hacía cada mañana desde que llegaban.
- ¡Buen día hija!, ¿Has dormido bien?
- ¡Como un lirón, papá!- mintió ocultando las ojeras bajo la manta.
Carla pensó, viendo la alegría de aquel hombre enorme, que sin lugar a dudas la mentira valía la pena, era un acto justificado por el brillo de dos alegres ojos negros.
Pedro Navazo Gómez
El abuelo Julián, que era de los que pensaban que a partir de cierta edad los relojes van más deprisa que cuando se es joven, y que sólo se vive una vez, no permitía que el tedio (esa enfermedad del alma que sólo ataca a los inertes) se introdujera en su vida, ni que las rutinas que gobernaban la misma se resquebrajaran.
Uno de sus predilectos placeres era el tabaco. Cada mañana, apenas levantarse, paseaba su carraspera por toda la casa a la vez que la bautizaba de humo de su cigarrillo de “Cuarterón”: Un tabaco de picadura de baja calidad que -recuerdo porque a menudo me mandaba comprárselo- costaba 1,40 ptas., y que venía en cajetillas verdes de 250 g. de contenido (de ahí su nombre).
El ritual del abuelo, cuando liaba su pitillo en mi presencia, lo seguía con los ojos abiertos, como si se tratara de un juego de magia: primero distribuía a lo largo del papel de “librillo” (de la marca “Indio-Rosa”) la porción correspondiente, ejerciendo algo de presión para deshacer los grumos gordos de la picadura; luego, ayudándose con los pulgares y los índices de cada mano, como si hiciese el “gesto del dinero”, lo prensaba y lo enrollaba lentamente hasta darle la mejor forma cilíndrica posible; después, una vez que el cilindro estaba prensado de manera uniforme, mojaba la pega del papel con la lengua y lo pegaba a lo largo y, finalmente, haciendo pinzas con los dedos, los pasaba por toda la superficie hasta darle el mejor aspecto posible. Acto seguido se llevaba el cigarrillo a la boca y, antes de encenderlo con su “chisquero”, se dirigía hacia mí -que seguía sin pestañear cada uno de sus pasos- y me hacia un “guiño” de aprobación con su ojo izquierdo:
- Si alguna vez fumas -me decía de broma- recuerda que quien te enseñe a fumar, te enseñe también a comprar.
Donde de verdad disfrutaba era en el pequeño tallercito de carpintería que se había montado en el cuarto de la leñera, en el que, en un orden de dormitorio, se apreciaban todas las herramientas dispuestas en posición de descanso, limpias y relucientes, listas para emplearlas. Allí, con la compañía de la música experimental que manifestaban las onomatopeyas graves de la garlopa, el serrucho y el martillo en acción, se le iba el tiempo sin enterarse transformando la madera, que le proporcionaba el primo Pío, en estanterías, vasares, tablas de lavar, arcones…y juguetes, con una meticulosidad y acabado propio, casi, de un profesional:
- Tenía que haber sido carpintero -le oí lamentarse innumerables ocasiones.
Aquel verano se puso de moda, entre nosotros los chavales, jugar a la “peonza” (así llamábamos a la “trompa”): Un juego que consistía en hacer bailar en el suelo una pieza de madera de forma ovalada (parecida a una pera), que tenía en el rabillo un clavo de hierro y un manguito en el otro extremo. Imprescindible, para su uso, era enrollar en su superficie un cordel consistente que se tenía que apretar a conciencia, y que servía para expulsar la peonza al suelo con un giro de muñeca rápido, ágil y preciso, al tiempo que se tiraba de la cuerda con presteza. De lo que se trataba era hacer bailar a la peonza el mayor tiempo posible.
El dominio de su técnica requería práctica y, sobre todo, habilidad: Había alguno que la hacía “dormir”, esto es, hacer girar a la peonza a gran velocidad y sin traslación, de tal forma que parecía que no se iba a parar nunca, pareciendo que se dormía.
Como yo no tenía peonza y no había posibilidad de adquirirla en el pueblo, dependía de la generosidad de alguno de mis amigos que, a veces, me prestaban la suya.
Un día el abuelo me pidió que le acompañara a la serrería del primo Pío y le pidió que, en algún rato libre, me confeccionase una peonza: Al no tener nada que hacer, en ese momento se puso a ello y en un taco de madera de haya dibujó con un lápiz el contorno de una peonza, luego la colocó en el torno de carpintería y, a la vez que giraba, con la ayuda de un formón la fue modelando y dando la forma diseñada.
- La primera parte ya está hecha -dijo el abuelo.
Ese mismo día, por la tarde, fuimos con la peonza a la fragua del “Saro” (así le llamaban a Fidel, el herrero, porque estaba casado con Sara, una mujer con mucho carácter). A mí me gustaba aparecer, de vez en cuando, por la fragua por el asombro que me producía la hoguera, el enorme fuelle y el yunque, así como las docilidades del hierro cuando, al rojo vivo, adquirían las formas que el “Saro” con sus poderosos brazos, que asomaban desnudos por un aparatoso delantal de cuero, les iba dando: rejas de arado, llaves, herraduras, aldabas… Allí el herrero, ante mi asombro, se encargó de colocar en el extremo inferior de la peonza una punta, insertándola a fuego, redondeándola después con una lima.
Del acabado se encargo el propio abuelo en su taller: con la parsimonia que le caracterizaba fue puliendo la peonza con distintas clases de lijas, eliminando las asperezas, hasta dejarla lisa y dejando que resaltara el color natural del haya. Después, para terminar, la dio dos capas de barniz, dejándola ya lista para su uso.
A la mañana siguiente, en mi presencia, el abuelo enroscó la peonza con un cordel y, a modo de prueba, la lanzó contra el suelo:
- ¡Va bien, eh! -comentó mientras bailaba.
Tan sagrada como su adicción al tabaco era, también, la “cabezadita” (como así la llamaba) que cada día, después de comer, se echaba instalado en su silloncito de mimbre junto a la ventana: Desde allí, acomodado entre dos cojines y mirando la calle, permanecía con un columbrar pasivo, callado y lleno de interrogantes -quién sabe sí para retener sus sueños-, hasta que, poco a poco, iba cerrando los ojos hasta quedar somnoliento durante cerca de dos horas.
Ya por la tarde, aún con el sol columpiándose encima del cielo, el abuelo, deleitoso y complaciente consigo mismo, acostumbraba regalarse postales y puestas de sol en sus paseos sin ruta fija: Unas veces se adentraba en el pinar, por alguno de esos senderos solitarios que anticipan un sentimiento de triunfo, y perdido entre los pinos, como metido en unas zapatillas viejas, se sumergía en el mundo de sus recuerdos: de cuando, por esos mismos pinares, con tan sólo dieciséis años, comenzó a trabajar como resinero antes de entrar, años después, en “La Unión Resinera Española”.
Era cuando aún la miera (así denominaban los resineros a la resina) se recogía utilizando el “método antiguo”, que consistía en hacer sangrar al pino, una vez “desroñado” (eliminado de su corteza), a través de unas grandes aberturas en su tronco, almacenándola, después, en un hoyo excavado en el suelo al píe del árbol, por lo que parte de ella se perdía por filtraciones y evaporación y, además, se recogía sucia. Más tarde, aunque se tardó en aceptar hasta que se impuso, se empezó a recoger como se ha venido haciendo hasta hace, relativamente, poco tiempo: por el “método a vida”: extrayendo la miera de un único corte que se hacía en el pino, para alargar su vida, y almacenándola en un pote de cerámica que se colocaba debajo del corte, junto a una hoja de zinc que hacía de guía. Una vez lleno se depositaba en unas barricas para su traslado a la refinería.
De regreso a casa, una vez aparcados los recuerdos que había visto pasar como ráfagas de la vida que fue y que nunca volvería a ser, lo solía hacer, dependiendo de su estado de ánimo, “canturreando” su jota preferida del resinero: “Allá va la despedida/la que echan los resineros/ cuando se acaba la miera/también se acaba el dinero”.
Otras tardes acostumbraba acercarse hasta la “Poza de Airón” (Pozairón, abreviaban), una charca que nadie del pueblo recordaba haber visto nunca seca, a la que se accedía por una agradable vereda que limitaba los sembrados. Allí, apostado en el observatorio de una pequeña loma al frescor de la charca, el abuelo, mientras esperaba a que el sol se despidiese, oteaba la inmensa meseta y, viendo las olas que la brisa del ligero viento levantaba sobre los trigales, se imaginaba que así tenía que ser el mar, que nunca llegó a ver. Algo más tarde, a medida que la luz menguaba y con el acompañamiento musical de las ranas, que entre los juncos de la orilla se aplicaban en su poca variada letanía, el sol se iba poniendo en la meseta como en el mismo mar: se desplomaba sobre la línea del horizonte y éste, poco a poco, iba royéndole por la base hasta terminar devorándolo por completo, y las nubes, blancas hasta entonces, se tornaban en un color albaricoque, difícil de describir…
Con el último resplandor, como telón de fondo en el poniente, el abuelo se incorporaba y, como si de un espectáculo de cobro se tratara, se decía para sus adentros mientras dirigía sus pasos a la aldea:
- ¡No ha estado mal la función de hoy! Javier García Martínez
Al parecer, el GPS los había confundido. Se encontraban en algún punto de la zona nordeste de la provincia de Valencia, y para colmo, no había suficiente cobertura. Habían salido con tiempo suficiente para llegar al camping en el que habían reservado una cabaña de madera para pasar las fiestas de Pascua, pero se pusieron nerviosos al no saber dónde estaban exactamente. Se detuvieron en las afueras de un pequeño pueblo llamado Alcublas, para orientarse. Mientras los padres discutían, los niños aprovecharon para comerse un bocadillo, el viaje les había dado hambre. Se acercaron hasta un vallado y quedaron atontados viendo el ganado que pastaba:
- ¡Menudo rollo de pueblo!
- Apesta a caca -respondió el hermano pequeño al mayor.
El dueño de la finca, un hombre muy mayor, escuchó la conversación de los muchachos y se acercó hasta ellos. Se inventó una historia falsa para ganarse la curiosidad de los niños:
- ¿Os habéis perdido?
- Sí, dice nuestro padre que ha sido por culpa del GPS.
- Eso no pasaba antes. En la guerra usábamos la brújula y el sol. Más te valía aprender si no querías morir.
Los chavales mostraron interés y preguntaron:
- ¿No eres un poco viejo para ser soldado? – preguntó el niño mayor.
- No siempre he sido un anciano, de joven combatí en la Guerra Civil Española.
- ¿Hubo una guerra aquí?
- Sí, pero de eso ya hace tiempo. Mucho antes de que existieran los móviles y los cacharros esos que han perdido a tu padre. ¿No os enseñan historia en clase?
- ¿Luchabais con espadas como en las pelis? -preguntó el niño pequeño.
La pregunta le hizo gracia al hombre y mostró una sonrisa:
- No, ya teníamos fusiles, aunque eran un poco anticuados. Yo pilotaba un avión de guerra.
Se quedaron sorprendidos cuando escucharon lo de los aviones. Se hicieron una idea de que el hombre no era tan carcamal como aparentaba. Se había convertido en un hombre mucho más interesante, había sido un piloto de combate.
- Por entonces, este pueblo tenía un aeródromo que se usaba para abastecer a los aviones.
- ¿Aero qué? -preguntó el niño pequeño.
- Un aeródromo es como un aeropuerto pero mucho más pequeño -respondió el hermano mayor.
- Exacto, muchacho. Allí fue la última vez donde aterricé. Mi avión fue acribillado a balazos y tuve que hacer un aterrizaje de emergencia. Me choqué contra el suelo, destrozando mi aeroplano, pero salí con vida. Sólo perdí mi ojo derecho, el que llevo ahora es de cristal.
El hombre exageró la mentira para hacerla más interesante. Les ofreció ver su ojo de cerca. Si no hubiera sido porque el padre llamó a los niños, probablemente habrían descubierto el engaño. Se despidieron y salieron corriendo. Mientras el coche desaparecía por la carretera, el viejo echó una carcajada: lo más parecido a un avión que había conducido en su vida era su enorme tractor de color verde con el que araba la tierra. Ahí montado, sí que se transformaba en un verdadero piloto con una máquina de batalla.
Clara Tarazón Martínez
Había una vez un niño que tenía el pelo moreno y los ojos azules. Se llamaba Manuel. Tenía un don, el don de la rima. Se fue al colegio y allí la profesora ese día les dijo:
-¡Mañana es el día de la rima!
Juan, que era el peor amigo de Manuel, preguntó:
-¿Qué es eso?
La profesora contestó:
-Mañana tenéis que traer un poema que rime.
Se fueron a casa y Manuel nada más llegar se puso a pensar la rima que iba a llevar. Pero antes de hacer la poesía tenía que hacer las invitaciones para su cumpleaños que era al día siguiente. Se le ocurrió hacer las invitaciones con una rima y esto es lo que se le ocurrió:
“Si tu quieres una rima
escucha y mira.
A las cinco y diez
a mi casa ven,
en la calle Poncho
número veintiocho”
Al día siguiente cuando le tocaba decir la poesía a Manuel dijo:
“Si tu quieres una rima
escucha y mira.
A las cinco y diez
a mi casa ven,
en la calle Poncho
número veintiocho”
Toda la clase se lo anotó, excepto Juan que dijo:
“Si tú quieres una porquería,
escucha y mira.
Es esta poesía
de Manuel y su mamaíta”.
- Porque seguro que le ha ayudado su queridísima mamaíta, ya que no sabe hacer nada solito-siguió diciendo Juan con guasa.
Toda la clase propuso como ganador a Juan. Pero entonces dijo Manuel:
- Tú nunca me verás diciendo una rima para burlarme de otra persona.
La profesora gritó:
-¡JUAN!¡Pídele ahora mismo perdón a Manuel o estás castigado una semana entera!
Entonces Juan le pidió perdón a Manuel y dijo:
-Siento haberte insultado.
Y Manuel respondió:
-No pasa nada.
Toda la clase ya tenía un ganador: ¡Manuel! Esa tarde todos sus compañeros fueron a su fiesta. A partir de ese día a Manuel no le llamarían así, le llamarían el rey de las rimas. Porque escribió un poema a todos sus compañeros incluido a Juan.